Con todo cuidado y con todo cariño para nuestros medios. Saludos
Entre las muchas virtudes críticas de la prensa
mexicana, de la prensa en general, no brilla la de la autocrítica.
Uno escucha críticas feroces en los corrillos periodísticos
sobre las fallas de los medios y de los colegas, pero esas críticas nunca van
al papel ni salen al aire.
No se comparten con el público, lo cual es un
flaco servicio al público, pues los medios son actores políticos centrales,
espejos y en muchos sentidos creadores de la vida pública.
Importa saber qué son esos medios, cuánto
influyen, a quién pertenecen, a qué intereses y a qué convicciones responden.
Importa mirarlos sin inocencia ni complacencia, tal como los propios medios
miran a los otros actores políticos.
Pero la autocrítica no es una especialidad de los
medios. Tampoco la crítica a otros medios. Ni siquiera la información estable,
continua, transparente sobre el estado de los medios: tirajes, expansiones,
compras, contrataciones, ingresos, salarios.
Me parece una debilidad mayor de nuestra prensa,
tan exigente con los demás actores públicos y tan poco exigente consigo misma.
Por eso celebro la escasa crítica a los medios
que puede encontrarse en la propia prensa, la que hacen por ejemplo Fernando
Escalante Gonzalbo, a diarios nacionales y extranjeros, y Carlos Bravo Regidor,
fundamentalmente a opinadores mexicanos.
Me ha gustado en estos días la crítica de
Salvador Camarena al escandalismo prepotente y amontonado con que fue
registrada la caída de un prestigiado ex funcionario público en el
alcoholímetro.
También, sobre todo, su reflexión sobre el trato
de noticia y verdad acordado a las declaraciones de un rehén que era obligado a
declarar en un video contra su hermana, la ex procuradora del estado de
Chihuahua, mientras lo amagaba un círculo de metralletas.
Como están las cosas, dice Camarena, “a nadie
debería extrañar que los periodistas nos entreguemos sin pudor a la difusión de
un material propagandístico criminal” (“Adiós al periodismo”, El Universal,
28/10/10).
Su conclusión es dura, pero pedagógica. Los
periodistas, dice, “hemos renunciado al privilegio que nos había encargado la
sociedad: ya no queremos decidir entre lo que debe y lo que no debe ser
publicado. Éramos un filtro, debíamos separar el grano de la paja. Nos pidieron
desde siempre que comunicáramos lo verificable, lo relevante; no sólo lo
novedoso, sino la noticia con valor para el colectivo, las historias que fueran
construyendo día a día una identidad, un discurso social para el futuro. Éramos
cocinero; hoy somos, con perdón para ellos, tablajeros: presentamos las piezas
crudas”.
Héctor Aguilar Camin
acamin@milenio.com
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